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El traficante de libros

Snow Crash:El héroe del día

<strong><em>Snow Crash</strong></em>:El héroe del día Neal Stephenson: Snow Crash


El Traficante quiere dejarlo claro desde el principio: Neo, el paleto místico de Matrix, es una pobre copia de Hiro Protagonist. Sí, la trilogía peliculera bebe de todo el movimiento y la estética ciberpunk (sea eso lo que diablos sea o fuera en su momento) y sus fuentes son variadas. Pero el primero, el indiscutible rebelde de la Red, el tipo que va salvarle el culo a todos los que están conectados mientras reparte tajos con su espada katana, ya sea en el Metaverso o en el mundo real, es el bueno de Hiroki. Viste de negro, hackea en sus ratos libres y tiene un oficio peligroso: repartir pizzas a toda hostia en menos de treinta minutos por encargo de la Mafia. Bienvenidos (otra vez más) al futuro. Siguiendo las pautas dadas por san William Gibson tenemos aquí, como en toda novela del subgénero: un gobierno federal, central y/o estatal que se ha evaporado (en este caso los Estados Unidos subastados pedazo a pedazo a las grandes franquicias), drogas (la más peligrosa de ellas, la religión), tecnología punta aplicada al campo del armamento (fabulosa esa ultima ratio regum, aunque no tan peligrosa como un arpón hecho de bambú y un par de cuchillos de vidrio), y, ah sí, ritmo, tendencias melódicas, marcha, o sea música.


En la muchas veces aburrida estética de la literatura de ciencia ficción, los del ciberpunk supieron darle notas de color con invenciones de sonido atronante. Gibson se saco de la manga a los raperos de Coran Cromado y el heavy pentecostal (memorable tema aquel de "Jesús y yo te vamos a partir tu maldito culo pagano") y Bruce Sterling hacía referencia al rock del Telón de Acero de Brygada Kryzys. En el caso de la novela de Neal Stephenson es un cachondeo leer las letras del rapero japonés Sushi K., o imaginarse como sonaría el metal ucraniano de Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares (al Traficante se le olvido mencionarlo, Hiro también es promotor musical).


Tampoco falta ese conjunto de ordenadores interconectados a través de una red de cable que conforman un universo paralelo. Su descripción de una Internet en tres dimensiones en la que la gente se divierte, comunica, comercia y mata entre sí, no es realista porque fuera anticipatoria en un tiempo (1992, cuando se escribió la novela) en que la Red todavía estaba en pañales. Es realista porque se fija en detalles ciertos de sentido comun:



En el mundo real (planeta Tierra, Realidad) hay entre seis y diez mil millones de habitantes. En cualquier momento que se tome, la mayoría de ellos está fabricando ladrillos de barro o desmontando y limpiando sus AK-47. Quizá mil millones de personas tengan dinero para poseer un ordenador; esa gente tiene más dinero que todos los demás juntos.




Y esos últimos, los cuales no todos usan el ordenador, más los que se conectan desde sitios públicos superpueblan y atascan el Metaverso (más o menos como ahora Internet) palabro fresco y original porque todo el mundo desde Neuromante ha usado, y abusado de "Ciberespacio".


Con todo y sólo por seguir fastidiando a Matrix, leer Snow Crash es mejor que ver tres películas enteras con la cámara rodando en tiempo bala y el jodido Marilyn Manson atronando en los altavoces: duelos de samurai virtuales, tiroteos entre lanchas en medio de una ciudad de chabolas flotantes habitada por refugiados, y ese grandísimo cabronazo de Cuervo rajando por la mitad a todos los agentes de seguridad que se le cruzan por el camino, todo muy visual, muy gráfico, espectacular. De cine, vamos. Pero no se vayan todavía, que hay más: capítulos enteros de especulación y "cháchara" filosófica por cortesía del programa Bibliotecario, desde la mitología sumeria y su escritura primigenia a la gramática generativa de Chomsky o las teorías sobre el origen y la diversidad de los lenguajes humanos de George Steiner (Después de Babel), el paraíso de un lingüista de acción. ¿El Oraculo? ¿Pastilla roja? ¿Pastilla azul? ¡Los cojones!


Y ya se puede ir olvidando uno de esas tramas pseudocultas de mensajes escondidos en los cuadros de algún pintor renacentista italiano sospechosamente homosexual cuyos secretos desvelados amenazarían hasta al Opus Dei, todo ello salpicado con explicaciones escritas como si el lector sufriese alguna clase de severo retraso mental por el que fuese obligado a recibir todo de manera simple y redundante. Con mucha erudición, y con mucha sorna también, Neal Stephenson es capaz de afirmar (seamos serios, lo afirman sus personajes) que el monoteísmo es un virus cultural (o una vacuna, pero una vacuna no deja de ser un virus) que se propaga a través de la escritura y la difusión del conocimiento. ¿Una crítica atea? quizá quizá; aquí hay una perla de otro personaje que merece reseñarse:



El noventa y nueve por ciento de lo que se hace en la mayoría de las iglesias cristianas no tiene nada que ver con la religión. La gente inteligente acaba por darse cuenta tarde o temprano, y de ahí deducen que el cien por cien son gilipolleces; por eso la gente asocia el ser inteligente con ser ateo.




El Traficante lo sabe desde que leyó En el principio fue la línea de comandos, esa Historia Universal Cachonda de Internet y la informática redactada por el mismo Stephenson: un hacker no es más que un escritor que escribe en un lenguaje propio, el código de programa; luego un hacker tiene su propio estilo retórico, su gramática y su vocabulario. Pero no hay dos códigos iguales, como no hay dos estilos iguales ni dos libros iguales. Y nada hay más sorprendente en Snow Crash que aplicar un léxico de tres mil años de antigüedad a los conceptos informáticos de hoy en día. Esto, además de romper con el tópico vocabulario plagado de neologismos del subgénero, sirve para identificar el peligro milenario que acecha en la novela, la amenaza del virus cultural/lingüítico de Babel que provocará el nuevo Infocalipsis de la era tecnológica: el Snow Crash. Guay, que diría A.T., la joven mensaka y asociada de Hiro.


El final es un tanto improvisado, sin ser brusco. Pero tras recorrer los anchos territorios de Criptonomicón, la penultima novela de Stephenson (y a la espera de comenzar la expedición hacia Azogue, su precuela) no es difícil dudarlo: el final es lo de menos para el autor. El principio sirve para calentar motores, es el contenido, lo que hay en medio, lo que importa: la acción, la digresión entretenida, los tiroteos, la retórica jocosa, la especulación irónica y los chistes del tamaño de un memorando de oficina. El final no es más que un engorro necesario que sucede porque simplemente se acaban las páginas del libro. Eso le da mas sentido a la expresión de que se trata de una novela que no querrías que se acabase nunca.

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